Netflix tiene otra película en carrera al Oscar: El juicio de los 7 de Chicago, una película que recrea las circunstancias de la convención del partido demócrata en agosto de 1968 y nos muestra un país convulsionado y dividido, pintado así para darle un guiño a los conflictos actuales que atraviesa ese país, con un elenco comprometido con darte una buena imagen coral.
No cabe duda de que Aaron Sorkin sabe contar historias, sobre todo de juicios. Lo ha demostrado en varias oportunidades. Cuando las dirige, a ese buen guion hay que añadirle un punto de vista comprometido con la figura que defiende. Su visión se mimetiza con la de sus protagonistas. Eso pasa con Molly’s Game (2017), protagonizada por Jessica Chastain, una película en la que nos adentramos en la vida de una mujer a la que su estilo de vida le juega un serio y revés y tiene que afrontar las consecuencias de dichos actos.
Pasa casi lo mismo en El juicio de los siete de Chicago, con la diferencia de que aquí la perspectiva ya no es de una sola persona. Son siete (en verdad ocho) que afrontan una acusación federal de conspiración. Un juicio con un claro tinte político que se da en el contexto del inicio de la administración Nixon, presidente de triste recordación para el país del norte. La película abre poniéndote en el contexto de las protestas por la guerra de Vietnam, tema que —para variar— ha polarizado a la población estadounidense y la convención democrática de Chicago de 1968. La película empieza con un buen ritmo, introduciéndote en el tema y presentándote también a los personajes principales, enterándote de sus motivaciones.

Sin embargo, el segundo acto el ritmo decae para convertirse en una película que por momentos se estanca, pero que es rescatada por el trabajo actoral conjunto. No creo que haya una actuación que destaque más que otra. Sacha Baron Cohen está bien en el papel de Abby Hoffman, pero no creo que alcance para otorgarle el Oscar. Mucho mejor están Mark Rylance y Frank Langella, como el abogado defensor Kunstler y el juez Julius Hoffman, respectivamente. En todo momento me convencen de la intensidad de sus conflictos. El primero de ellos lucha por la libertad de sus clientes; el segundo, creo que se sabe inepto por varias razones, pero tiene también claro cuál debe ser el destino al que arribará el juicio que tiene a su cargo.
El final es coherente con el tono general de la película, y no es de sorprender para quien conoce la historia. Pero es un conflicto exclusivamente yanqui, y por eso inciden tanto en darle un marcado tono antibélico, con un guiño al Black Lives Matter cuando, en una dura escena, al personaje de Bobby Seale (Yahya Abdul-Mateen II) lo maniatan por indicaciones del juez, lo que deja expuesto a este como un racista. Esto, por ser un tema actual, puede que despierte aún más la empatía del espectador (nótese además que el personaje del abogado defensor le pregunta si puede respirar, pregunta que no deja duda de cuál es la intención de la escena). Sin embargo, no debemos dejar de lado la discusión política y la posición filosófica que se nos plantea. Sobre todo esta última: ¿Qué quedan de las revoluciones? ¿Solo iconos pop? Tal vez, pero ¿los revolucionarios siempre lo son? La misma película se encarga de contarnos cómo termina la historia de Jerry Rubin. A partir de ahí cada uno puede sacar su conclusión acerca de cómo evolucionan los movimientos que apoyan las causas de derechos civiles.
Por Christian Ávalos.