Confieso que soy un lector descuidado. Y, a pesar de que tenía entre mis pendientes País de Jauja desde hace años, recién a la edad de 40 pude leer, no sin mucho esfuerzo, esta la primera novela del jaujino Edgardo Rivera Martínez.
Ya había leído antes otros textos escritos en segunda persona (cualquier novela o cuento basado en cartas), incluso uno que combinaba las tres personas gramaticales (La muerte de Artemio Cruz de Carlos Fuentes). Pero esta ha sido la primera vez que me tocó abordar un texto que casi en su integridad está escrito por un narrador que le habla a su protagonista desde algún punto incierto del futuro y le habla como si lo pudiera oír, como si fuera el propio Claudio Alaya Manrique, el joven protagonista, quien ya de adulto tal vez recorriere la casa y los lugares de su adolescencia y se hablare a sí mismo, rememorando los mejores momentos de ese verano de 1947.
En este verano, en el que se centra casi la totalidad de la acción de la novela, ocurre una serie de acontecimientos que cambian para siempre la vida de Claudio, y lo van definiendo en su vocación de escritor (aunque es cierto que en el texto aquel aún está indeciso entre este llamado o la vocación musical que también lo inquieta).
Pero el descubrimiento de esta vocación venía acompañado, por no decir adherido, a otros descubrimientos importantes, como el despertar sexual y el develamiento de un secreto familiar que ve la luz por una involuntaria colaboración de Claudio, quien sin proponérselo establece una relación estrecha con dos personajes importantes en su historia familiar las tías de los Heros, dos señoras cuyos destinos fueron sellados de manera violenta años atrás y que representan el pasado familiar del que no se quiere hablar.
Como casi todos los componentes de esta novela, la cultura andina y la europea se entremezclan en una utópica familia que simboliza quizá el deseo de Rivera Martínez de un país que conjugase en paz estas distintas capas de la identidad peruana y también de la jaujina. En ese sentido, funciona esta Jauja novelada como una metáfora del país, en el que la familia Alaya Manrique es diversa, distinta, un hogar poco convencional que alberga a una madre que pudo haber sido una pianista posiblemente virtuosa, hay un hijo que dejó los estudios en San Marcos, una hija que estudia en Bellas Artes (algo totalmente atípico para una mujer de esa década) y un hijo menor que va convirtiendo cada uno de sus día en una anotación en su diario, en el que nos habla de tres distintas mujeres que también provienen de tres estratos sociales diferentes: Elena Oyanguren, Zoraida Awapara y Leonor. Con ellas tres experimenta tres caras distintas del amor o de la admiración “platónica”.
Aunque no son tan poéticas las páginas en las que se habla de estas tres mujeres, los episodios con los amigos y cómo con ellos comparte sus experiencias hacen de esta no solo una novela idílica, sino también una de crecimiento. Tito, Julepe y Felipe avanzan con Claudio hacia la adultez y en ese camino nos entregan los episodios más divertidos y prosaicos de esta magistral novela que definió la literatura peruana escrita en castellano de la década de 1990.
Por Christian Ávalos